Es sabido que el sufragio universal representa un pilar
básico de la democracia, en la medida en que extiende el derecho de votar al
conjunto de la ciudadanía. Entre otros méritos, el sufragio universal ha
convertido en anacronismos históricos principios tales como el voto calificado,
que pretendía circunscribir aquel derecho solo a cierta minoría ilustrada.
La última referencia real sobre la necesidad del voto
calificado que recuerdo corresponde a una ironía de mítico “Ringo” Bonavena,
quien en una de sus típicas humoradas se atrevió a sostener: “El voto no
debería ser para cualquiera sino para los que tienen algún criterio. Antes de
votar la persona debería explicar las razones de su voto; después una
computadora debería analizar esas razones y si determina que el tipo es “un salame”
(SIC), entonces le anula el voto”.
Por suerte ya nadie piensa seriamente en votos calificados.
Por desgracia, los modernos tiempos Kirchnersitas han instaurado una extraña
variedad emparentada a la que cabe denominar protesta calificada. Así —parece razonar la cofradía kirchnerista—
para que una protesta califique como atendible para el Gobierno, debe ir acompañada
de ciertos requisitos tales como la extracción social de quien la expresa,
cierto grado de pureza ideológica, cierto
nivel de coherencia interna, un certificado de autenticidad que garantice que
no ha sido forjada por algún mecanismo de manipulación mediática, presentarse
adjuntando la solución de lo que es el objeto de queja y, por último, la paradójica imposición de que si no está
apadrinada por alguna fuerza política debería estarlo y, al mismo tiempo, en
caso de que lo estuviera, debería demostrase que la queja no representa una
acción encubierta de esa fuerza encaminada a horadar el poder gubernamental.
La noche del 8N, Cynthia García, columnista del ultra
oficialista noticiero 6,7,8, poniendo en acto el accionar del autodenominado
periodismo militante, ofreció una muestra elocuente de la pretensión de que
para que una queja ciudadana resulte atendible, necesariamente debe ser
calificada.
Munida de cámara y micrófono, la periodista luego de
presentarse a los manifestantes como el único medio que les ofrece un canal de
expresión (lo cual ya significaba comenzar una confrontación tácita dado que,
entre líneas, parecía sugerirse que “los otros medios hegemónicos que a Uds.
los influyen aunque no se den cuenta, alardean de escucharlos cuando en
realidad no lo hacen”) procedía a interrogar acerca de los motivos por los que
cada entrevistado estaba allí. Tal pregunta, que literalmente parecía
encaminada a un genuino conocimiento de esos motivos, pronto cedía paso a una
caterva de cuestionamientos que revelaban que, más que un genuino
esclarecimiento de los móviles de la manifestación, la periodista solo parecía
orientada a demostrar que las razones invocadas eran difusas, confusas,
irreflexivas o condenables.
Así, la columnista devenida en militante parecía obedecer a
un guión de entrevista apoyado en recursos tales como contraponer una
información que cuestionaba la razón expresada por el entrevistado, forzar a que
éste responda si lo que estaba afirmando representaba un dato o una opinión, propiciar
la entrada en contradicción y otros recursos retóricos más emparentados con el
interrogatorio y la interpelación, que con alguna mayéutica o herméutica
encaminada al develamiento de una verdad.
En otros términos, a Cynthia García, más allá de la alharaca
de diálogo y reflexión conjunta que declamaba, no parecía importarle en
absoluto la comprensión de los motivos por los que la gente se manifestaba,
sino intentar demostrar que esa gente estaba equivocada o que actuaba impulsaba
por motivos inconfesables.
Quizás lo más singular y paradójico de la situación fuera
que el mismo estilo adoptado por la periodista militante representaba una
pequeña réplica del estilo del Gobierno que impulsó en parte concurrir a la
marcha. Esa pertinaz idea de arrogarse ser el dueño de una verdad intelectual y
moralmente más elevada, con la consiguiente degradación intelectual o moral de
quien no acuerda, resultan motivos más
que suficientes para generar una violencia interior que encuentra en la
protesta un eficaz modo de canalizarse.
Porque la actuación de Cynthia García no es más que la
expresión arquetípica de un personaje que se erige como el privilegiado y
poderoso intérprete de una verdad y una ética que ipso facto pretende convertir en tonto o malo a quien no la
profesa. Tonto porque carece de motivos claros, coherentes y razonables, o por
haberse dejado lavar el cerebro sin darse cuenta. Malo, por perseguir —de modo secreto o
declarado— fines éticamente cuestionables.
Resulta claro entonces que cuando, desde el máximo poder
emanado de la autoridad presidencial, se dictamina que una vasta porción de la
ciudadanía cercana a la mitad de los argentinos es tonta o es mala (o ambas
cosas a la vez); esa ciudadanía no tiene otro camino que rebelarse para decir: “Aquí
estoy: no soy tonto, ni soy malo; simplemente soy Argentino y pido ser
respetado y escuchado”.
Quizás lo grotesco del episodio arriba analizado radique en
que Cynthia García intentó jugar a ser una periodista de élite perteneciente a
la vanguardia de los esclarecidos. Pero, tristemente, su actuación semejó más a
aquella computadora censurante elucubrada por la febril picardía del mítico
“Ringo” Bonavena.