Electrónica y Cámaras en Amazon

sábado, 17 de noviembre de 2012

La protesta calificada y el periodismo militante


Es sabido que el sufragio universal representa un pilar básico de la democracia, en la medida en que extiende el derecho de votar al conjunto de la ciudadanía. Entre otros méritos, el sufragio universal ha convertido en anacronismos históricos principios tales como el voto calificado, que pretendía circunscribir aquel derecho solo a cierta minoría ilustrada.
La última referencia real sobre la necesidad del voto calificado que recuerdo corresponde a una ironía de mítico “Ringo” Bonavena, quien en una de sus típicas humoradas se atrevió a sostener: “El voto no debería ser para cualquiera sino para los que tienen algún criterio. Antes de votar la persona debería explicar las razones de su voto; después una computadora debería analizar esas razones y si determina que el tipo es “un salame” (SIC), entonces le anula el voto”.
Por suerte ya nadie piensa seriamente en votos calificados. Por desgracia, los modernos tiempos Kirchnersitas han instaurado una extraña variedad emparentada a la que cabe denominar protesta calificada. Así —parece razonar la cofradía kirchnerista— para que una protesta califique como atendible para el Gobierno, debe ir acompañada de ciertos requisitos tales como la extracción social de quien la expresa, cierto grado de pureza ideológica,  cierto nivel de coherencia interna, un certificado de autenticidad que garantice que no ha sido forjada por algún mecanismo de manipulación mediática, presentarse adjuntando la solución de lo que es el objeto de queja y, por último,  la paradójica imposición de que si no está apadrinada por alguna fuerza política debería estarlo y, al mismo tiempo, en caso de que lo estuviera, debería demostrase que la queja no representa una acción encubierta de esa fuerza encaminada a horadar el poder gubernamental.
La noche del 8N, Cynthia García, columnista del ultra oficialista noticiero 6,7,8, poniendo en acto el accionar del autodenominado periodismo militante, ofreció una muestra elocuente de la pretensión de que para que una queja ciudadana resulte atendible, necesariamente debe ser calificada.
Munida de cámara y micrófono, la periodista luego de presentarse a los manifestantes como el único medio que les ofrece un canal de expresión (lo cual ya significaba comenzar una confrontación tácita dado que, entre líneas, parecía sugerirse que “los otros medios hegemónicos que a Uds. los influyen aunque no se den cuenta, alardean de escucharlos cuando en realidad no lo hacen”) procedía a interrogar acerca de los motivos por los que cada entrevistado estaba allí. Tal pregunta, que literalmente parecía encaminada a un genuino conocimiento de esos motivos, pronto cedía paso a una caterva de cuestionamientos que revelaban que, más que un genuino esclarecimiento de los móviles de la manifestación, la periodista solo parecía orientada a demostrar que las razones invocadas eran difusas, confusas, irreflexivas o condenables.
Así, la columnista devenida en militante parecía obedecer a un guión de entrevista apoyado en recursos tales como contraponer una información que cuestionaba la razón expresada por el entrevistado, forzar a que éste responda si lo que estaba afirmando representaba un dato o una opinión, propiciar la entrada en contradicción y otros recursos retóricos más emparentados con el interrogatorio y la interpelación, que con alguna mayéutica o herméutica encaminada al develamiento de una verdad.
En otros términos, a Cynthia García, más allá de la alharaca de diálogo y reflexión conjunta que declamaba, no parecía importarle en absoluto la comprensión de los motivos por los que la gente se manifestaba, sino intentar demostrar que esa gente estaba equivocada o que actuaba impulsaba por motivos inconfesables.
Quizás lo más singular y paradójico de la situación fuera que el mismo estilo adoptado por la periodista militante representaba una pequeña réplica del estilo del Gobierno que impulsó en parte concurrir a la marcha. Esa pertinaz idea de arrogarse ser el dueño de una verdad intelectual y moralmente más elevada, con la consiguiente degradación intelectual o moral de quien no acuerda,  resultan motivos más que suficientes para generar una violencia interior que encuentra en la protesta un eficaz modo de canalizarse.
Porque la actuación de Cynthia García no es más que la expresión arquetípica de un personaje que se erige como el privilegiado y poderoso intérprete de una verdad y una ética que ipso facto pretende convertir en tonto o malo a quien no la profesa. Tonto porque carece de motivos claros, coherentes y razonables, o por haberse dejado lavar el cerebro sin darse cuenta.  Malo, por perseguir —de modo secreto o declarado— fines éticamente cuestionables.
Resulta claro entonces que cuando, desde el máximo poder emanado de la autoridad presidencial, se dictamina que una vasta porción de la ciudadanía cercana a la mitad de los argentinos es tonta o es mala (o ambas cosas a la vez); esa ciudadanía no tiene otro camino que rebelarse para decir: “Aquí estoy: no soy tonto, ni soy malo; simplemente soy Argentino y pido ser respetado y escuchado”.
Quizás lo grotesco del episodio arriba analizado radique en que Cynthia García intentó jugar a ser una periodista de élite perteneciente a la vanguardia de los esclarecidos. Pero, tristemente, su actuación semejó más a aquella computadora censurante elucubrada por la febril picardía del mítico “Ringo” Bonavena.

¿Y después qué?: Reflexiones sobre el impacto del 8N


Una primera observación luego del 8N es que se ha asistido a dos hechos tan evidentes como contundentes:
Por un lado, una importante porción de la ciudadanía, cercana a la mitad de los argentinos, ha expresado un profundo desacuerdo con un Gobierno al que le reclama por un conjunto de déficits de gestión que incluyen inseguridad, inflación y corrupción; y, además, le atribuye ser causante de un cercenamiento actual o potencial de las libertades ciudadanas y de intentar perpetuarse a través de una reforma constitucional.
Por otro lado, aparece un Gobierno (acompañado por cerca de un tercio de seguidores firmes) que ha decidido que el reclamo intenso de esa vasta porción no es un hecho al que se deba atender, ya sea porque esas voces demandantes evidencian alguna carencia (no tienen suficiente entidad numérica, son difusas, no exhiben propuestas, no son voces auténticas sino “habladas” a través de medios hegemónicos, carecen de representación política, no entienden el juego de la democracia, etc.) o, simplemente, porque se les atribuye algo cuestionable (perseguir fines sectoriales, ser antidemocráticos, de derecha, oligarcas, frívolos, egoístas, destituyentes, golpistas, etc.)
Tal tensión irresuelta sienta las bases para una escalada simétrica donde cada actor intenta maximizar su posición. Así, la ciudadanía podría razonar que si está vez no fue escuchada, habrá una próxima con mayor cantidad y caudal de voces. Mientras que el Gobierno insiste en que no moverá un ápice su posición porque simplemente actúa en representación de una mayoría del 54% que ya se ha expresado, pero no en la calle sino en las urnas.
En síntesis, hoy se asiste a un dilema de dos actores confrontados donde uno dice: “acá estamos, sumos muchos y queremos cambios”, mientras que el otro retruca: “acá estamos, el pueblo nos votó para que hagamos y profundicemos los cambios que venimos y seguiremos haciendo”
Ante tal estado de situación, la pregunta obligada es ¿Cómo se sale de semejante enredo?. Lamentablemente el intento de responderla conlleva renunciar a las evidencias para adentrarse en el cenagoso terreno de las conjeturas:
Quizás la tensión termine resolviéndose porque la ciudadanía termine abandonando la partida de la protesta para expresarla sobre las urnas. 
Quizás la tensión se resuelva por el advenimiento de alguna nueva primavera de bonanza económica, capaz de morigerar entonces algunos de tantos otros malestares.
Quizás la tensión se resuelva porque, aunque hoy parezca improbable, el Gobierno encuentre el modo de reconciliarse con esa vasta porción de la sociedad con la que ahora aparece enfrentado.
Quizás la tensión no se resuelva, y los argentinos, como tantas veces ya ha ocurrido, terminen por acostumbrarse a algo que les disgusta, pero que no parece tener solución.
Quizás la tensión continúe en aumento y sobrevivan tiempos difíciles.
Quizás sea mejor mantener la calma y pensar que la vida política, como la vida misma, es una constante sucesión de valles y mesetas. Ilusión de que los problemas de hoy ya cambiarán. Hasta que sobrevengan otros, al menos diferentes.