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domingo, 12 de diciembre de 2010

La estrategia de Poncio Pilatos y la bella indiferencia presidencial


Mientras  en  Villa Soldati  se desataba una estampida de violencia que se llevó otra muerte, en la Casa Rosada la Presidente Cristina Kirchner emitía su mensaje pretendidamente ecuménico y superador.
Con la exquisita fluidez expresiva que la caracteriza, la Presidente asumía ese rol jactancioso de los que parecen estar más allá del bien y del mal.
Una vez más la Presidente nos recordaba que hoy existe un gobierno anclado en fuertes valores éticos de equidad, justicia social, sensibilidad, integrismo latinoamericano, etc.
Una vez más nos señalaba que cierto modo pacífico de enfrentar los  conflictos sociales es el correcto, no sólo por cuestiones principistas sino porque permite lograr mejores resultados.
En síntesis, desde esa especie de Olimpo autoconstruido donde habitarían los espíritus más sensibles y las mentes más lúcidas, la Presidente nos vuelve a decir -con su tono admonitorio de siempre- que en un lugar están los buenos e inteligentes (el gobierno), mientras que en el otro sólo hay insensibilidad y torpeza.
Otra vez la Presidente vuelve a dar a entender que “ellos tenían razón” y que los otros se obstinaron en hacer algo que estaba condenado a fracasar. Y -parecía retar- como esos otros no hicieron caso porque los anima una vocación de malos o porque son sencillamente tontos, ahora deberían arreglárselas solos.
Para coronar esa estrategia discursiva consistente en hacer política desde la superestructura ideológica, la Presidenta realizó a una jugada mayor al anunciar la creación  del nuevo ministerio de seguridad.
Si se analiza fuera de contexto el discurso de ayer de la Presidente costará estar en desacuerdo sobre muchos tópicos: la necesidad de resolver los conflictos de modo pacífico, el imperativo moral de integrar en lugar de discriminar a los hermanos latinoamericanos, la importancia de la vida humana por encima de cualquier contingencia de las gestiones de gobierno, etc.
Pero, en el marco de la simultaneidad de los trágicos momentos que se vivían en Soldati, tan loables valores se transmutaban en patética retórica ficcional.
Porque en ese infierno de violencias encontradas, la muerte impiadosa se cobraba la cuarta víctima.

Ecos de un discurso de lanzamiento: Seis razones por las que Ricardo Alfonsín podría ser Presidente

No soy radical ni nunca lo fui.  Mi simpatía hacia el radicalismo sólo se relaciona con ese sentimiento de esperanza y entusiasmo que alguna vez me despertó el ex Presidente Raúl Alfonsín.  Esto no exime de subjetividad al presente texto, pero considero que permite dimensionar mejor su alcance.
Acabo de escuchar el discurso de Ricardo Alfonsín y, debo reconocerlo, me impresionó en forma positiva.  Luego de escucharlo mi sensación es simple: no sé si será o no presidente, pero existen sobradas razones para pensar seriamente en tal posibilidad. Por lo menos se me ocurren las seis razones siguientes:
1.Honestidad / Transparencia: Ante todo Alfonsín parece una buena persona.  A partir de su discurso y más allá de éste, Alfonsín transmite la poco frecuente virtud de un político regido por valores y por buenas intenciones,  que expresa con convicción y claridad.
2.Sentido común: Alfonsín expresa ideas complejas en un lenguaje simple. Aunque señaló explícitamente que no se adentraría en su programa de gobierno, su discurso fue una declaración de principios estratégicos propios de un estadista. Dejó en claro la diferencia entre crecimiento y desarrollo, destacando a la lucha contra la pobreza como uno de los fines básicos de la política. Refutó con argumentos simples pero a la vez sólidos varias de las objeciones que podrían menoscabar su candidatura. En tal sentido, logró develar con claridad y sencillez las falacias que se esconden detrás de ideas que se repiten de modo irreflexivo a la hora de valorar a un nuevo líder político.
3.Pasión genuina y mística: Alfonsín transmite una profunda pasión por la política como instrumento de mejora de la vida humana. Y esa pasión suena enteramente creíble.  Y llega a transmitir algo muy poco frecuente en los políticos contemporáneos: una voluntad de propósito que entusiasma y contagia. Alfonsín logra aunar el sentido de la política en una dimensión existencial. Y eso es mística.
4.Sensibilidad social: Como señalé antes, Alfonsín parece una buena persona. Y la sensibilidad hacia los más necesitados  se expresa con clara y convincente preocupación en su discurso.
5.Inteligencia e Ideas: el discurso de Alfonsín no tiende a la enunciación de eslóganes vacíos de contenido. Al contrario, posee la sustancia típica de quienes están orientados a la acción.
6.Coraje: Ricardo Alfonsín tiene algo de genuino idealista. Pero eso no va en detrimento de la fortaleza. Cuando se enfrenta al fantasma del poder sindical desbarata, con argumentos simples,  ese viejo lugar común que prescribe que este país sólo es gobernable por el peronismo.  Alfonsín transmite con vehemencia lo que nunca debería haberse olvidado: cuando se actúa con convicción a favor del pueblo, no hay motivos para temer a nada, más que a la voz de ese mismo pueblo.

sábado, 30 de octubre de 2010

Las dos imágenes de Néstor Kirchner antes del juicio de la historia


Como siempre, la muerte cierra un ciclo en lo real pero no en los laberintos de la memoria.
Y no me refiero a esa dimensión ficcional aún no escrita que llamamos “la historia”, sino al recuerdo de quienes han sido testigos contemporáneos de una vida.
Como con cualquier humano, determinar quién fue Néstor Kirchner supone la desmesurada tarea de relevar las imágenes de sus coetáneos. Dificultad que determina el recurso a la simplificación binaria, que aquí se ensaya:
Para los más apasionados seguidores, Kirchner fue sin dudas el mejor Presidente desde el advenimiento de la democracia. Y quizás, alguien que accedió a ese selecto Olimpo hasta ahora sólo ocupado por Perón y Evita.
Para este grupo, el compañero Néstor ha sido el magnífico conductor que sacó al país del oprobio en que lo habían sumido el neoliberalismo de la mano de la traición Menemista, luego perpetuada por la Alianza.
Sobre la base de ese imaginario pueden agregarse matices diferenciales. Así, algunos exaltarán la dimensión latinoamericanista de Kirchner acercándolo a figuras como Hugo Chávez en el presente y al Che en el pasado; otros preferirán enfatizar la figura de un líder setentista que justifica y reivindica a  la heroica juventud maravillosa; mientras que otros se inclinarán por visualizar a un inesperado heredero del peronismo ancestral Evitista, siempre cercano a los más humildes.
Pero, más allá de esos énfasis diferenciales, aquellos simpatizantes fervorosos coincidirán en conceder a Kirchner los méritos de haber recuperado la autoridad presidencial, haberse plantado con firmeza ante la injerencia del FMI y de las corporaciones, haber reabierto las causas contra violaciones de los derechos humanos, haber hecho crecer la economía a tasas chinas, haber bajado la tasa de desempleo, etc.
Es lógico que este grupo de fieles sienta la angustia ante lo irreparable. Es lógico que le anime la esperanza de que Cristina continúe la obra iniciada por Néstor.
En las antípodas, para los más duros críticos antikirchneristas, con Kirchner se va un típico político populista, demagogo, corrupto (nunca se supo el destino de los mil millones), astuto y despótico, cuya única y cuestionable virtud fue haber entendido como nadie cuáles eran los resortes necesarios para acumular poder para, desde allí, manejar a su antojo las instituciones de la República y los destinos del país.
En este imaginario negativo, Kirchner también aparece investido como un político tocado por la fortuna. Alguien que contó a su favor la circunstancia extraordinaria de administrar el país en una época en que el sideral aumento de los commodities habría garantizado el éxito económico de cualquier administración; y más aún, alguien cuya impericia para aprovechar una coyuntura internacional inéditamente favorable apareció disfrazada como éxito sólo por contraste respecto a la crisis del 2001.
Si para los entusiastas seguidores la figura que mejor evoca a Kirchner es la del héroe liberador para los anti K es la de del impostor. Alguien que sólo pensaba para sí mismo y su pequeño grupo y que, para la persecución de esos fines, no escatimó en apelar (a modo de coartadas sucedáneas) a valores caros como la justicia social, la redistribución del ingreso, los derechos humanos, la lucha antimonopolios, etc.  Alguien para quien el logro de una única e insaciable obsesión personal se situaba por encima de cualquier interés del país y para cuyo cumplimiento no vaciló en exacerbar la lógica confrontativa amigo-enemigo que terminó por sumir a la sociedad en una división tan anacrónica como innecesaria de la que costará reponerse.
Resulta problemático imaginar la cartografía emocional del grupo anti K ante el deceso de Kirchner. Con Néstor Kirchner vivo quizás albergaran la esperanza de que la impostura terminaría cediendo ante el peso de las evidencias de la realidad. Tal vez imaginaban que más temprano que tarde pasaría algo que desenmascararía finalmente la urdimbre de la impostura. En tal caso, las dudas se habrían disipado y a Kirchner le habría llegado un acaso donde debería pagar por sus culpas.
En ese imaginario, para sus más acérrimos detractores la muerte inesperada de Kirchner bajó el telón abrupto de una historia que aún no debía cerrarse.  Es difícil sustraerse a la idea de que, para esos detractores, la muerte de Néstor Kirchner fue su mueca final.
Néstor Kirchner. Un mismo hombre para dos visiones. Visiones que, me aventuraría a suponer, la historia no sólo no podrá dirimir, sino que acentuará aún más.