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domingo, 28 de agosto de 2011

La violación de la voluntad ciudadana y la violación del sentido común: reflexiones sobre las supuestas irregularidades en las elecciones primarias y su tratamiento por parte de los principales actores involucrados

Desde hace días asistimos con cierto estupor a la presentación de información que revelaría que en las elecciones primarias se habrían cometido irregularidades, picardías, anomalías o, simplemente, fraude.
Entre otras cosas nos hemos enterado que en la provincia de Buenos Aires, tales irregularidades han sido muy recurrentes y que eso se estaría verificando durante el escrutinio definitivo, aún no finalizado.
En ese contexto nos enteramos también de opiniones disímiles vertidas por jueces electorales, funcionarios gubernamentales del oficialismo y candidatos y apoderados de la oposición.
Por supuesto, la eventual comprobación fehaciente por parte de la justicia de la existencia de tales irregularidades y la posibilidad de que dichos sesgos revistan un carácter intencional, representarían, en sí mismas, un caso de singular gravedad para la salud del sistema democrático basado en la voluntad soberana de los electores.
Independientemente de lo anterior, tanto para el ciudadano común, como para la oposición y el oficialismo, la magnitud de eventuales discrepancias entre los guarismos del escrutinio provisorio y definitivo deberían resultar relevantes.
En efecto, el sentido común más básico indica que si, finalmente, la presidente Cristina Kirchner obtuvo 50%, 49%, 45%, 42% o 53%, esas diferentes cifras poseen significados diferentes respecto al modo en que se presenta el escenario electoral de octubre, aun cuando ninguna quita mérito a la existencia de un triunfo holgado del oficialismo por encima de las fuerzas opositoras.
Y sin embargo, pareciera ser que a ninguno de los actores opositores, oficialistas o jueces le importara realmente cuál es o podría ser la magnitud de las discrepancias.
Evidentemente si, por caso, la Presidente terminara sacando un 48% en lugar de 50%, el desafío de la oposición casi seguiría teniendo similar carácter de epopeya. Pero si el porcentaje definitivo fuera, por caso, el 45%, el desafío que la oposición debería asumir para octubre radicaría en capitalizar apenas un 5.1% del votante oficialista. Tarea sumamente difícil, pero ya no epopéyica. En contraposición, si finalmente la Presidente obtuviera un 52% en lugar del 50%, no sólo significaría que la oposición bajaría sus chances tendiendo a cero, sino que se evidenciaría que el tan mentado fraude que se supone habría perpetrado el oficialismo no sería otra cosa que una mera ficción generada por anomalías del sistema o, por qué no, por intencionalidades non sanctas de la oposición!
Ante ese cuadro resulta incomprensible no sólo el reiterado silencio de los medios y de los actores políticos directamente involucrados, sino la pertinaz insistencia en sostener que, como no se cambiará sustancialmente el resultado de que el oficialismo ganó holgadamente, entonces la cifra carece de importancia.
A modo de ejemplo, esta noche en el programa de Mariano Grondona acaba de verse un bloque dedicado al tratamiento del tema donde asistieron los representantes de la Coalición Cívica, del Radicalismo, del Duhaldismo y del Pro, que estuvieron directamente vinculados con la denuncia de irregularidades. A diferencia de otros periodistas, en este caso Mariano Grondona inquirió dos veces (y la segunda vez de modo enfático) sobre la real magnitud de la discrepancia. No sólo no hubo respuesta directa a esa pregunta simple sino que se insistió en la muletilla de que eso no es lo que importa porque lo que verdaderamente importa es lo que sucederá en octubre.
Confieso que me cuesta comprender tamaño desatino. Es como si se hubiera jugado la semifinal de un partido que se sabe que se perdió por varios goles, pero a la vez se sospecha que fueron menos que lo que se dice; y que la cantidad de goles a favor o en contra fueran relevantes respecto al partido final. Y que se reclama que se aclare el carácter procedimiento de un conteo sospechado, pero al mismo se dice que igual eso no importa porque el partido ya se perdió…!
Tal vez ninguno de los opositores presentes en el referido programa conozca a ciencia cierta la magnitud en cuestión. En tal caso hubiera sido más sencillo que expresaran su ignorancia al respecto. Nadie está obligado a saber lo que desconoce. Otra alternativa sería que los allí presentes efectivamente supieran que apenas se trata de guarismos decimales. En tal caso, su omisión a responder a la pregunta llana del periodista sería objetable. Por último, tal vez crean sinceramente que realmente tal cifra no tiene importancia.
En ese último caso mi reflexión es simple y contundente: tal vez no sólo asistimos a una violación de la voluntad del ciudadano, sino, simultáneamente, estamos asistiendo a una nueva violación del sentido común.

Lo que el país podría desaprovechar: Elogio de Ricardo Alfonsín

Lo que el país podría desaprovechar: Elogio de Ricardo Alfonsín
Las primarias han quedado atrás.
Si las urnas son la voz del pueblo, habrá que respetar y escuchar sus señales.
Con un resultado tan aplastante muchas ilusiones opositores quedaron comprometidas. Condenadas quizás a ser sólo ilusiones y no potencialidades probables.
Ricardo Alfonsín salió segundo, pero con un caudal demasiado magro como para quedar consolidado como una alternativa de peso real frente al oficialismo Cristinista.
Como en la vida, en política nunca está dicha la última palabra. Aunque la distancia es grande nadie debería perder las esperanzas. Nunca más atinados los versos del gran Almafuerte “No te des por vencido ni aún vencido”
Pero, convengamos, la realidad en acto ha dejado una herida importante para la realidad probable.
Las explicaciones post siempre resultan un ejercicio tan abusivo como irrenunciable. Sin duda, algo falló. Más allá de los aciertos del oficialismo (incluyendo la saga de acierto imaginarios y reales de la gestión), hubo algo que no salió como se esperaba.
Quien sabe de sus convicciones y está seguro del valor de sus ideas sólo puede apelar al fracaso en comunicar. Había sustancia, había ideas, había propuestas. Pero falló el mensaje. O el modo en que se lo ejecutó.
Una vez más la argentina podría perder (o perdió).
Podría perder la posibilidad de contar con un estadista en potencia.
Podría perder la posibilidad de un poder basado en la honestidad.
Podría perder la posibilidad de un poder basado en la sensibilidad.
Podría perder la posibilidad de un poder basado en la construcción de consensos.
Podría perder la posibilidad de un poder basado en la transparencia.
Podría perder la posibilidad de un poder basado en la institucionalidad.
Podría perder la posibilidad de un poder basado en la mesura.
Quizás el costado más absurdo de tales pérdidas radique en que, tal vez, ni siquiera se verán como tales.
Ricardo Alfonsín, quizás el mejor candidato a Presidente para una sociedad que no está dispuesta a disolver los prejuicios necesarios que le permitirían escuchar qué un país mejor es posible.
Tal vez sea injusto. Pero es real. A no ser que, esta vez, Almafuerte finalmente tenga razón.

sábado, 27 de agosto de 2011

La explicación ideológica y la explicación psicológica

La explicación ideológica y la explicación psicológica
Para comprender el mundo, la mente humana necesita simplificar.
Explicar, entre otras cosas, es formular ficciones útiles para dar cuenta de la complejidad de lo real.
La “complejidad de lo real” es un ejemplo elocuente de lo anterior. Quizás la realidad es sólo lo que es. Su aparente complejidad tal vez no sea más que una figura para referirse al vínculo que establecemos con lo real, en tanto sujetos del conocimiento.
La política no escapa a esa lógica. La política es tanto una realidad como una abstracción. No resulta desatinado considerar que política no es otra cosa que una serie de hechos a los que les asignamos un carácter particular. Catalogar a un hecho como político supone hablar de ciertos significados e implicancias. Definir el alcance de los mismos es objeto de las denominadas ciencias políticas.
Pero, sea lo que sean los hechos políticos, resulta imposible concebirlos como entidades que trascienden a los factores humanos que constituyen su causa. En tal sentido no hay hecho político en ausencia de los motivos y creencias de los actores humanos que los generan.
Concluir a partir de lo anterior que la política deberái reducirse a la psicología es una temeridad y una confusión de niveles.
Por supuesto, si la política es una especial mirada sobre ciertos acontecimientos humanos, deberíamos atenernos a las leyes propias de ese nivel de abstracción. Pero, sin embargo, resulta difícil renunciar a lo que subyace a dicha abstracción. Esto es, nuevamente: deseos, creencias y pasiones humanas.
Lo mismo que se analiza sobre la política, se aplica a la ideología. Porque, en última instancia, la ideología no es otra cosa que sistemas de creencias y valores que guían las acciones de individuos y colectivos.
Hoy, como siempre, los hechos políticos se analizan en términos de las vicisitudes de disputas ideológicas. Izquierdas, derechas, centros, progresismos, liberalismos, etc. pretenden referir a fuerzas que transcenderían a la psicología de quienes se movilizarían dentro de sus respectivos senos.
Pero escamotear la psicología de los actores conduce a lo que los epistemólogos de la filosofía analítica denominan error categorial. En este caso, cometer un error categorial significa suponer que existen realmente entidades trans-fenoménicas que se desplegarían por encima de los actos psicológicos y conductuales de los actores humanos que se comportan bajo determinantes ideológicos.
Coleridge, citado por Borges, considera que los hombres nacen aristotélicos o platónicos, y que ambas cosmovisiones irreconciliables vuelven a aparecer a los largo de la historia bajo diferentes ropajes.
Similarmente, parece imposible explicar el universo de lo político en términos de categorías tales como izquierda y derecha. ¿Pero qué son realmente izquierda y derecha si prescindimos de que, fundamentalmente, son sistemas de creencias y valores?
En tanto significados de uso (es decir, más allá del análisis político teórico) reivindicarse y/o acusar a alguien de izquierdista o derechista supone atribuirle deseos y creencias analizados en términos valorativos.
De igual modo, definirse como progresista (modo contemporáneo de reivindicarse de izquierda obviando ciertas connotaciones problemáticas de dicha categoría) significa afirmar que se es éticamente superior, más humano, más sensible, más justo, más democrático, más abierto a nuevas ideas que nos permiten trascender viejos atavismos que hacían más pesada la carga de la existencia, etc.
Inversamente, no ser progresista (i.e. “ser de derecha”) parecería equivaler a ser más egoísta, más individualista, más pragmático y menos sensible, más propenso a conservar atavismos anticuados que complican el existir, etc.
En una síntesis más ajustada, ser progresista parece significar ser mejor persona y/o poseer mayor inteligencia y sabiduría. En cambio, ser de derecha significaría ser mala persona, por acción o por omisión, y/o (vía autoengaño conciente o falsa conciencia) estar prisionero de un sistema de valores perverso o profundamente degradante de la condición humana, o ignorar que ciertos medios no conducen a los fines que deberían consducir.
El bien y el mal, la conciencia de la lucidez o el determinismo del autoengaño, creencias verdaderas o falsas, ser más o menos inteligentes. Hablar de ideología es hablar de psicología. O de ética. De saber cómo se debería vivir y para que lo hacemos.
Hablar de política es hablar de lo que deseamos, de lo que no deseamos o de lo que “no queremos saber que deseamos” (la expresión es de Julio Cortázar)
Sería justo entonces suspender la pesada carga de los etiquetamientos ideológicos para poder hablar de lo que único que realmente se viene hablando: el bien, el mal, los medios, los fines, la inteligencia para alcanzarlos.
Eso revelaría, quizás, que no todo es como parece. Y que virtudes y disvalores pueden habitar o escasear detrás de muchos rótulos que confunden el ser y el parecer, la sustancia y declamación vacía, la verdad y la impostura.