Como siempre, la muerte cierra un ciclo en lo real pero no en los laberintos de la memoria.
Y no me refiero a esa dimensión ficcional aún no escrita que llamamos “la historia”, sino al recuerdo de quienes han sido testigos contemporáneos de una vida.
Como con cualquier humano, determinar quién fue Néstor Kirchner supone la desmesurada tarea de relevar las imágenes de sus coetáneos. Dificultad que determina el recurso a la simplificación binaria, que aquí se ensaya:
Para los más apasionados seguidores, Kirchner fue sin dudas el mejor Presidente desde el advenimiento de la democracia. Y quizás, alguien que accedió a ese selecto Olimpo hasta ahora sólo ocupado por Perón y Evita.
Para este grupo, el compañero Néstor ha sido el magnífico conductor que sacó al país del oprobio en que lo habían sumido el neoliberalismo de la mano de la traición Menemista, luego perpetuada por la Alianza.
Sobre la base de ese imaginario pueden agregarse matices diferenciales. Así, algunos exaltarán la dimensión latinoamericanista de Kirchner acercándolo a figuras como Hugo Chávez en el presente y al Che en el pasado; otros preferirán enfatizar la figura de un líder setentista que justifica y reivindica a la heroica juventud maravillosa; mientras que otros se inclinarán por visualizar a un inesperado heredero del peronismo ancestral Evitista, siempre cercano a los más humildes.
Pero, más allá de esos énfasis diferenciales, aquellos simpatizantes fervorosos coincidirán en conceder a Kirchner los méritos de haber recuperado la autoridad presidencial, haberse plantado con firmeza ante la injerencia del FMI y de las corporaciones, haber reabierto las causas contra violaciones de los derechos humanos, haber hecho crecer la economía a tasas chinas, haber bajado la tasa de desempleo, etc.
Es lógico que este grupo de fieles sienta la angustia ante lo irreparable. Es lógico que le anime la esperanza de que Cristina continúe la obra iniciada por Néstor.
En las antípodas, para los más duros críticos antikirchneristas, con Kirchner se va un típico político populista, demagogo, corrupto (nunca se supo el destino de los mil millones), astuto y despótico, cuya única y cuestionable virtud fue haber entendido como nadie cuáles eran los resortes necesarios para acumular poder para, desde allí, manejar a su antojo las instituciones de la República y los destinos del país.
En este imaginario negativo, Kirchner también aparece investido como un político tocado por la fortuna. Alguien que contó a su favor la circunstancia extraordinaria de administrar el país en una época en que el sideral aumento de los commodities habría garantizado el éxito económico de cualquier administración; y más aún, alguien cuya impericia para aprovechar una coyuntura internacional inéditamente favorable apareció disfrazada como éxito sólo por contraste respecto a la crisis del 2001.
Si para los entusiastas seguidores la figura que mejor evoca a Kirchner es la del héroe liberador para los anti K es la de del impostor. Alguien que sólo pensaba para sí mismo y su pequeño grupo y que, para la persecución de esos fines, no escatimó en apelar (a modo de coartadas sucedáneas) a valores caros como la justicia social, la redistribución del ingreso, los derechos humanos, la lucha antimonopolios, etc. Alguien para quien el logro de una única e insaciable obsesión personal se situaba por encima de cualquier interés del país y para cuyo cumplimiento no vaciló en exacerbar la lógica confrontativa amigo-enemigo que terminó por sumir a la sociedad en una división tan anacrónica como innecesaria de la que costará reponerse.
Resulta problemático imaginar la cartografía emocional del grupo anti K ante el deceso de Kirchner. Con Néstor Kirchner vivo quizás albergaran la esperanza de que la impostura terminaría cediendo ante el peso de las evidencias de la realidad. Tal vez imaginaban que más temprano que tarde pasaría algo que desenmascararía finalmente la urdimbre de la impostura. En tal caso, las dudas se habrían disipado y a Kirchner le habría llegado un acaso donde debería pagar por sus culpas.
En ese imaginario, para sus más acérrimos detractores la muerte inesperada de Kirchner bajó el telón abrupto de una historia que aún no debía cerrarse. Es difícil sustraerse a la idea de que, para esos detractores, la muerte de Néstor Kirchner fue su mueca final.
Néstor Kirchner. Un mismo hombre para dos visiones. Visiones que, me aventuraría a suponer, la historia no sólo no podrá dirimir, sino que acentuará aún más.
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