Los ecos del 8N ya van
quedando atrás, aunque la insistente rémora de expresiones emanadas del
Gobierno resulte la causa principal de su vigencia.
En efecto, el Gobierno
parece insistir en que el intenso reclamo de una vasta porción de la ciudadanía
no es un hecho al que se deba atender. Pero lo más preocupante son las razones
que, según se aduce, justificarían esa negación.
Más allá de la serie de
conceptos y epítetos utilizados por el discurso oficialista para descalificar a
quienes marcharon el 8N, su pasaje a
categorías más básicas permite esta síntesis: “Quienes se manifestaron son carentes,
tontos o malos; o todo eso a la vez”
En efecto, un primer análisis del discurso
gubernamental revela que, para éste, aquellas voces demandantes no deberían ser
atendidas porque evidencian alguna carencia estructural: o no tienen suficiente
entidad numérica o no tienen ninguna representación política.
Un segundo nivel, permite
particularizar la atribución de otro tipo de déficits más homologable a
discapacidades propositivas o intelectuales de la ciudadanía manisfestante: sus
demandas son difusas, no exhiben propuestas, no son voces auténticas sino
“habladas” a través de medios hegemónicos, no entienden lo que pasa en el país
ni su historia, no terminan de comprender el juego de la democracia, etc.
Por último, también se
sostiene que las voces manifestantes no deberían ser escuchadas porque constituirían
la certera expresión de algo cuestionable: perseguir fines sectoriales; tener
vocación antidemocrática; representar a la derecha, a la oligarquía, a una
clase media insensible; ser frívolas, egoístas, destituyentes, golpistas, etc.
El análisis de las
razones subyacentes a la negativa del Gobierno a escuchar y comprender los
motivos del descontento expresado el 8N, encuentra su correlato en el concepto
de protesta calificada.
Así —parece razonar la
cofradía kirchnerista— para que una protesta califique como atendible para el
Gobierno, debería ir acompañada de ciertos requisitos tales como la extracción
social de quien la expresa, su condición ético-moral, cierto grado de pureza
ideológica, cierto nivel de coherencia interna, un certificado de autenticidad
que garantice que no ha sido forjada por algún mecanismo de manipulación
mediática, presentarse adjuntando la solución de lo que es el objeto de queja
y, por último, la paradójica imposición de que si no está apadrinada por alguna
fuerza política debería estarlo y, al mismo tiempo, en caso de que lo
estuviera, debería demostrase que la queja no representa una acción encubierta
de esa fuerza encaminada a horadar el poder gubernamental.
Resulta evidente la
dificultad de satisfacer tal conjunto de exigencias, máxime cuando el mismo
destinatario de la queja (el Gobierno) resulta, a su vez, la misma instancia
calificadora.
De tal modo, el ciudadano
disconforme queda confinado a una especie de cepo psicológico: o bien se abstiene de expresar su insatisfacción
o, si decide hacerlo, debe soportar la andanada de descalificaciones que,
simplificando, lo sindican como tonto o como malo.
En la medida en que a
nadie le gusta ocupar ninguno de esos ingratos lugares, el discurso
gubernamental termina —paradójicamente— provocando el escenario más temido: muchos
argentinos que vuelven a manifestarse para decir que existen problemas importantes
que aún permanecen irresueltos, que varias medidas que toma el Gobierno no los satisfacen
y que desean ser escuchados en sus demandas.
Porque no son tontos ni
son malos: son simplemente ciudadanos.